LA
RECOLECTORA DE TÉ
Katsina estaba en
avanzado estado de preñez, su tez era de un precioso tono dorado y brillante,
sus rasgos exclamaban con alegría; soy
poderosa, soy grandiosa, voy a ser madre. El brillo de sus redondos y negros
ojos había hecho su primera aparición hacía 9 meses y de allí no se había
movido ni un solo instante, aportándole una belleza propia de la presencia celestial en la
tierra.
Eran un grupo de
20 mujeres cada una estaba en un lugar
del campo y aislada en sus pensamientos. Las plantas de té eran de la misma o más altura que las
pequeñas recolectoras. Estas pequeñas mujeres hacían lo mismo desde sus 9 años hasta el día de su
muerte y puedo asegurar que en ninguna expresión de las más jóvenes y en
ninguna arruga de las más viejas se asomaba la “rutina”. Pues aun haciendo lo
mismo para ellas cada día, cada momento era diferente y lo bañaba algo nuevo.
Sus delgados dedos
asían con suavidad y rapidez las hojas de té, iban almacenándolas dentro de sus
manos, cuando las hojas se salían por los laterales de sus puños cerrados
colocaban sus brazos hacia atrás y abriendo las manos las hojas de té caían,
como el confeti en las fiestas, dentro
de la gran cesta de mimbre que portaban en la espalda.
Conforme avanzaban
en su recolección se iban dirigiendo al centro del campo, para finalmente
encontrarse en un círculo sagrado, ponían todas las cestas en el centro y ellas
formaban la rueda alrededor, alzaban sus manos y miradas al cielo, agradeciendo
la lluvia y el sol, se arrodillaban con un gesto reverencial y besaban la tierra bendiciendo su poder y su
fruto, cada una se colocaba de nuevo la cesta a su espalda y salían del campo
en silencio. Así un día tras otro, y campo tras campo…
La costumbre que tenían
de empezar a recolectar desde los laterales del campo haciendo como un corro
muy grande, permitía que cada una tuviera la sensación de que estaba sola en su
trabajo. Lo único que las unía a las demás eran
sus voces; pues de repente la más anciana empezaba un ligero pero fuerte
tarareo y poco a poco la unidad de las voces invadía el campo de té. Katsina
era la única que debajo de la cesta de recolección llevaba otro cesto de
mimbre, más oscuro, perfectamente encajado a la base que se sostenía con dos
lazos de tela naranja en los laterales.
Katsina aportaba al
grupo su voz, mientras sus manos afanosas seguían la misma actividad, al mismo
ritmo. De repente sintió una energía potente, que le bajaba desde su cabeza
hasta la entrepierna, era como si algo de la tierra la estuviera atrayendo como
un imán. Sintió que debía de parar un momento; se quitó la cesta de la espalda,
separó el cesto de la base de la cesta de mimbre, se lo puso delante de ella en
el suelo y le colocó una tela colorida y alegre. Mientras se acuclillaba,
sintió de nuevo como el imán de la tierra que la atraía se volvía más potente.
Saco de uno de los laterales de su vestimenta una pequeña piedra con filo, y su
cántico se transformó; su voz ya no procedía del cielo, el tono alto se tornó
un cántico profundo y primitivo. De nuevo el imán con una fuerza indescriptible
la llevo a soltar el último grito, ese grito unió el cielo con la tierra, la
muerte con el nacimiento, la luz con la oscuridad.
Fue un instante un
instante corto y largo a la vez, hizo callar el cántico de todas las demás
mujeres que habían seguido recolectando con naturalidad, y se hizo el silencio
más hermoso…. y se oyó el llanto nuevo, el sonido de la nueva vida. Katsina
corto el cordón amoratado que les unía todavía, y mientras sentía pequeños
tirones de su vientre alumbró la placenta sobre la tierra, cogió a su pequeño,
y le dedico una mirada y un cerrar de ojos dándole la bienvenida mientras en su
boca se dibujada la sonrisa más aliviadora y tierna de su vida. Lo envolvió en
la tela de múltiples colores y lo apoyo un instante en el cesto, se dispuso a
hacer un hoyo en la tierra y allí enterró la placenta.
Katsina se anudó con el
pañuelo de colores a su hijo en la parte delantera, con sus pechos al aire para
que el pequeño la oliera y comenzara a mamar, se colocó la cesta de mimbre a la
espalda y siguió quitándole las hojas a
aquellas plantas que ofrecían sus frutos a las mujeres y las mujeres les
recompensaban con el poder nutriente de sus placentas, un intercambio entre
Madres y Tierra.
-Noelia Mujer Elefante-
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