jueves, 9 de marzo de 2017

La Recolectora de Té. Cuento.



LA RECOLECTORA DE TÉ

Katsina estaba en avanzado estado de preñez, su tez era de un precioso tono dorado y brillante, sus rasgos  exclamaban con alegría; soy poderosa, soy grandiosa, voy a ser madre. El brillo de sus redondos y negros ojos había hecho su primera aparición hacía 9 meses y de allí no se había movido ni un solo instante, aportándole una belleza  propia de la presencia celestial en la tierra.

Eran un grupo de 20 mujeres cada una estaba  en un lugar del campo y aislada en sus pensamientos. Las plantas de té  eran de la misma o más altura que las pequeñas recolectoras. Estas pequeñas mujeres hacían  lo mismo desde sus 9 años hasta el día de su muerte y puedo asegurar que en ninguna expresión de las más jóvenes y en ninguna arruga de las más viejas se asomaba la “rutina”. Pues aun haciendo lo mismo para ellas cada día, cada momento era diferente y lo bañaba algo nuevo.
Sus delgados dedos asían con suavidad y rapidez las hojas de té, iban almacenándolas dentro de sus manos, cuando las hojas se salían por los laterales de sus puños cerrados colocaban sus brazos hacia atrás y abriendo las manos las hojas de té caían, como el confeti en las fiestas,  dentro de la gran cesta de mimbre que portaban en la espalda.
Conforme avanzaban en su recolección se iban dirigiendo al centro del campo, para finalmente encontrarse en un círculo sagrado, ponían todas las cestas en el centro y ellas formaban la rueda alrededor, alzaban sus manos y miradas al cielo, agradeciendo la lluvia y el sol, se arrodillaban con un gesto reverencial  y besaban la tierra bendiciendo su poder y su fruto, cada una se colocaba de nuevo la cesta a su espalda y salían del campo en silencio. Así un día tras otro, y campo tras campo…

            La costumbre que tenían de empezar a recolectar desde los laterales del campo haciendo como un corro muy grande, permitía que cada una tuviera la sensación de que estaba sola en su trabajo. Lo único que las unía a las demás eran  sus voces; pues de repente la más anciana empezaba un ligero pero fuerte tarareo y poco a poco la unidad de las voces invadía el campo de té. Katsina era la única que debajo de la cesta de recolección llevaba otro cesto de mimbre, más oscuro, perfectamente encajado a la base que se sostenía con dos lazos de tela naranja en los laterales.
            Katsina aportaba al grupo su voz, mientras sus manos afanosas seguían la misma actividad, al mismo ritmo. De repente sintió una energía potente, que le bajaba desde su cabeza hasta la entrepierna, era como si algo de la tierra la estuviera atrayendo como un imán. Sintió que debía de parar un momento; se quitó la cesta de la espalda, separó el cesto de la base de la cesta de mimbre, se lo puso delante de ella en el suelo y le colocó una tela colorida y alegre. Mientras se acuclillaba, sintió de nuevo como el imán de la tierra que la atraía se volvía más potente. Saco de uno de los laterales de su vestimenta una pequeña piedra con filo, y su cántico se transformó; su voz ya no procedía del cielo, el tono alto se tornó un cántico profundo y primitivo. De nuevo el imán con una fuerza indescriptible la llevo a soltar el último grito, ese grito unió el cielo con la tierra, la muerte con el nacimiento, la luz con la oscuridad.
Fue un instante un instante corto y largo a la vez, hizo callar el cántico de todas las demás mujeres que habían seguido recolectando con naturalidad, y se hizo el silencio más hermoso…. y se oyó el llanto nuevo, el sonido de la nueva vida. Katsina corto el cordón amoratado que les unía todavía, y mientras sentía pequeños tirones de su vientre alumbró la placenta sobre la tierra, cogió a su pequeño, y le dedico una mirada y un cerrar de ojos dándole la bienvenida mientras en su boca se dibujada la sonrisa más aliviadora y tierna de su vida. Lo envolvió en la tela de múltiples colores y lo apoyo un instante en el cesto, se dispuso a hacer un hoyo en la tierra y allí enterró la placenta.
            Katsina se anudó con el pañuelo de colores a su hijo en la parte delantera, con sus pechos al aire para que el pequeño la oliera y comenzara a mamar, se colocó la cesta de mimbre a la espalda y siguió  quitándole las hojas a aquellas plantas que ofrecían sus frutos a las mujeres y las mujeres les recompensaban con el poder nutriente de sus placentas, un intercambio entre Madres y Tierra.

-Noelia Mujer Elefante-

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